sábado, 21 de fevereiro de 2009

Se dice que cada 800 o cerca de 900 años, después de haber salido del trígono ácueo, los planetas Júpiter y Saturno se juntan en signo del trígono ígneo, unión a la que se atribuyen las grandes mutaciones de las cosas sublunares.

Yo me habia convertido en un artificio diseñado para dirigir y regular la acción de la fuerza llamada vida. Los días eran una secuencia invariable de instrucciones. Un recorrido previamente fijado que solía terminar en el mismo punto de partida. Eran un programa de uso repetido que conducía sanamente al vacío aséptico de la vida ordinaria.

Siendo aún recluso del reino de la vida se desencadenó en mi un mecanismo fundamentalmente bioquímico que indujo a mis células, a todo mi organismo a otro estado, a múltiples particiones, divisiones, mutaciones y multiplicaciones.

No podía detener lo que pasaba, nuevas habitaciones con insólitos decorados se abrian paso dentro de mi, nuevos compartimentos secretos, nuevos lenguages, nuevas extremidades crecían, y todo como consecuencia de aquella unión de dos secuencias sintácticamente equivalentes, de aquella descarga producida por la unión accidental de dos polos que significó nuestro encuentro.

La realidad era una superficie inabsorvente en la que ella podía reflejarse. Estiraba las horas a su antojo. Rompía los días al usarlos y reusarlos hasta el último momento de la noche. Hacia de las palabras ecos interminables que a forma de juego retomaba para crear con ellos un circuito de sentidos reverberantes, encadenados entre sí.

Sus hechos eran explosiones de lava que me recubrían y me purificaban. Nuestra conjunción era juego de espejos, diálogos unísonos, fuerza expansiva. Nuestra conjunción fue un ensamblaje de ritmos y sonidos, música que me se apropió de mi y me arrastraró a lugares de lo que nunca más quise salir. Ella sóla era un planeta, interminable, inexplorable irretenible y bajo esa condición configurada para ser errante y lentamente desaparecer continuando el interminable paso de su solitaria órbita.

*


Às vezes eu penso que somos como linhas paralelas cruzando o céu. Lado a lado, com a mesma cadência e velocidade, indo na mesma direção. Olhamo-nos. Acompanhamos os movimentos uma da outra. Mantemos uma distância constante. Segundo as leis da geometria, linhas paralelas existem num mesmo plano, mas nunca se intersectam. Mas quando as olhamos seguindo pelo horizonte sabemos que elas se encontrarão no infinito.

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